Ella
lo extrañaba, fue en el último invierno que compartió por un momento
sus ojos y el sonido de su voz mientras duraba un ligero festín de
almendras y vino.
Habían compartido sus almas y sus sueños a
destiempo, un ciclo de romance de arte y de imágenes quietas con sonidos
de arrullo, entre abrazos de ternura y besos de pasión, y el coro de
sus nombres, tan amorosos como la unión momentánea del día y de la noche.
Los días se fueron acumulando mientras procuraba lograr olvido en
acciones cotidianas y marcadas por un desaforado espacio de tristeza
oculta en el bullicio y en los placeres inmediatos, atribuidos por la
materia insulsa carente de nobleza.
Un día de estío sin
vientos, lo había recordado en un sueño oculto, visualizaba su rostro
mestizo, como cada día en su silencio premeditado, y entonces, entendió
que lo amaba con el alma y la eternidad, con cada latido de su corazón y
con cada espacio de su cuerpo frágil y suave. Ella, pronunció su nombre
y obtuvo la respuesta en los tramos de un destino quebrado.
La
Dama esperó el invierno, abrió su corazón marchito y de su pecho
volaron los grises, los encomendó que buscaran a su amor intangible y le
quedó una sonrisa en sus labios con su nombre en la pronta noche, en el
pronto ímpetu de su amor genuino.
Autor: Raúl Silverio Carbajal
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